Manuel de Jesús Galván - 8. El aviso lyrics

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Manuel de Jesús Galván - 8. El aviso lyrics

Juan de Grijalva, después de haberse despedido de Cortés, se dirigió a su casa a todo correr de su brioso y veloz caballo, y desmontándose a la puerta, dejó las riendas del bruto en manos del criado indio que salió a recibirlo; pareciéndole al mancebo siglos los minutos que empleaba en mudarse de ropa, con objeto de ir a conferenciar con su amigo Don García. Los dos jóvenes caballeros tenían gran conformidad en su carácter y sus inclinaciones; y así, se amaban como hermanos, haciendo comunes sus penas y alegrías. Don Gonzalo de Guzmán, que aunque de alguna más edad que ambos, tenía su misma índole noble y generosa, se acompañaba de ellos con frecuencia, y Mojica había procurado trabar amistad con aquellos tres brillantes y cumplidos caballeros, obedeciendo tal vez a esa ley tan misteriosa como artística, de los contrastes, establecida por la sabia naturaleza en sus múltiples combinaciones de luz y sombra, de armonías y discordias, en todos los aspectos del ser, corpóreo o de razón; cuando no fuera guiado por el instinto positivista y especulador que inspiraba todas sus acciones, y que en las circunstancias del momento le imponía la necesidad de asentar sus mortales tiros a la pasión de Grijalva, de un modo indirecto al par que certero. Y éste era, como se verá muy pronto, su objeto real y efectivo; el fin que se proponía al entablar relaciones de amistad con los tres jóvenes caballeros; entre los cuales hacía el deforme hidalgo la misma figura que un dromedario en medio de tres ágiles y gallardos corceles de batalla. En aquella sociedad estaba seguro de tocar, cuando y como quisiera, las fibras del corazón de Grijalva, haciéndolas vibrar a su antojo, como si fueran las dóciles cuerdas de su vihuela morisca. Y así fue que, interesado en hacer llegar a los oídos del enamorado joven la noticia de su desgracia, acudió a la plaza principal, que era el punto en que habitualmente daban su paseo de la tarde los dos amigos íntimos de Grijalva; y a vuelta de las generalidades de costumbre, les dijo: —Voy a participaros una interesante nueva: os recomiendo el secreto, porque se me ha comunicado por parte interesada, en toda confianza. —Descorred los velos del misterio, Mojica, y contad con nuestra discreción —contestó Guzmán. —Pues sabed que el teniente Gobernador Diego Velázquez se casa con Doña María, la hija de Don Cristóbal de Cuéllar. — ¡Qué decís! —exclamó con sorpresa García de Aguilar. —Lo cierto —continuó Mojica—, hoy por la mañana ha obtenido la solemne promesa, hecha por el Contador, de que la bella María será suya. — ¿Y ella? —dijo vivamente Don García—. ¿Consiente María de Cuéllar en ese enlace? — ¡Vaya si consiente! —respondió con su sonrisa, feroz, a fuerza de ser sarcástica, el confidente de Velázquez—. ¿Creéis posible que un hombre tan rico y galán, con las demás buenas partes que adornan al teniente Gobernador, sea partido despreciable para ninguna dama? —Con todo eso —repuso Don García— no creo que María acepte ese brillante partido. — ¿No lo creéis, eh? —replicó Mojica en tono irónico y socarrón—. Pues yo sé más todavía; y es que esta misma noche, a las nueve, los prometidos novios tendrán una entrevista íntima en el jardín de la Fortaleza. — ¡Mentís, infame Mojica! —dijo fuera de sí Don García—. ¡Eso no puede ser! Gonzalo de Guzmán contuvo el impetuoso movimiento con que su amigo acompañó estas palabras y dirigiéndose a Mojica le dijo con voz alterada, aunque reprimida por un evidente esfuerzo de moderación: —Lo que decís es muy grave, señor hidalgo; y si no lo probáis plenamente, seréis tratado por mí como un vil impostor. —Id a las nueve a observar con cautela quiénes llegan a ocupar los escaños del jardín —contestó tranquila y pausadamente Mojica— y creeréis al testimonio de vuestra propia vista. En este instante fue cuando Cortés y Grijalva aparecieron a caballo, apostrofando el primero a Mojica, y anunciando García de Aguilar al segundo su comunicación interesante, en los términos que hemos relatado ha pocas páginas atrás. Aguilar se despidió inmediatamente de su compañero, y se fue a su casa deseoso de hablar con Grijalva. Este apenas se hizo esperar diez minutos, pues tenía casi la certeza de que iba a saber algo concerniente a su adorada María; por ser aquél el amigo predilecto con quien se complacía diariamente en desahogar su corazón, hablando sin embozo del objeto de su puro amor. Don García le refirió en pocas palabras lo que Mojica había revelado a él y a Guzmán respecto de Velázquez y Doña María de Cuéllar. Cuando acabó de enterar a su amigo de aquella gran novedad, observó en él que una palidez mortal cubría su rostro, y el cárdeno matiz que cercaba sus ojos daba a toda su fisonomía una expresión de espanto y de dolor. Por buen espacio guardó silencio. —No puedo creer que mi desventura sea tanta —balbuceó al fin Grijalva, haciendo un esfuerzo para desembargar sus labios—, pero veré por mí mismo la verdad. Su amigo le preguntó con vivo interés: — ¿Qué piensas hacer? —Y Grijalva contestó: —Iré al jardín, poco antes de la hora indicada: conozco perfectamente aquel recinto: sus ángulos están decorados con espesas enredaderas a propósito para que al través de sus verdes festones puedan uno o dos hombres observar, sin ser vistos, cuanto pase en el jardín. Voy, contra mi gusto y mi carácter, a rebajarme hasta el papel de espía; pero se trata de una prueba decisiva para mi suerte futura; de la dicha o la desgracia de toda mi vida, y debo saber la verdad, cualquiera que ella sea, para morir de pena o castigar de muerte al impostor, según lo exija el resultado. —Te acompañaré, Grijalva —dijo Don García tristemente—, pero mucho me temo que aquel Mojica nos haya dicho la verdad. — ¡Oh, Aguilar! No estoy yo, a fe mía, exento de temor; pero la duda me está haciendo ahora más daño del que puede hacerme el adquirir la certidumbre de mi desdicha. En mi situación, morir vale mejor que dudar. —Y ¿qué harás si nuestros recelos se justifican en mal hora? —En ese caso —dijo el joven con profundo abatimiento- no sé lo que haré, pero de ningún modo pienso entregarme a indignos arrebatos. Sólo que trate de violentar la voluntad de María la defenderé contra el mundo entero. —Bien, Grijalva; yo estaré a tu lado en todo caso —dijo aún más conmovido el generoso Aguilar—. Si tuvieres necesidad de un brazo y una espada, me tendrás dispuesto a todo por ti; pero creo, como tú, que lo más digno y heroico será vencerte a ti mismo, si María falta a la lealtad que te debe. —No la culpes ni la acuses, Aguilar —replicó vivamente Grijalva—. Si llego a ver mi desgracia, la falta será mía, que no merezco ser dichoso: y debo resignarme a los decretos del destino: sí ella no me ama ya, debo atribuirlo a que el cielo no me hizo amable, ni digno del tesoro de su amor. ¡No, amigo mío! Yo no quiero ver culpa en esa criatura, que es luz y norte de toda mi existencia; y antes cesará de latir mi corazón que condenarla porque deje de amarme a mí, y ame a otro. — ¡Eso es delirar, amigo Don Juan! —dijo Aguilar mirando severamente a su amigo—: Lo que dices no tiene sentido común. No creo que debas enfurecerte ni hacer extremos de celoso por la versatilidad de tu dama; pero vería con mucho pesar que le celebraras la gracia; porque eso también sería indigno de ti. —No me comprendes, Aguilar, y lo siento —respondió con amargura Grijalva—. Sería preciso que amaras como yo amo para comprenderme. Pero, ¡si no fuera cierto el aviso de ese Mojica! ¡Si fuera una infame calumnia!... ¡Ah! creo que nos hemos dejado llevar demasiado lejos por la facilidad de creer el mal: siendo así, ¡qué mayor prueba de que no merezco el amor de aquel ángel! —Bueno es que lleguemos a verlo, amigo mío —insistió Don García—. No abandones tu propósito de templanza a todo evento, y vamos a las nueve al jardín. — ¡Sí, por cierto! Pero entre tanto, no atreviéndome a ver el rostro peregrino de la que ya vacilo en llamar mi amor, no iré al salón de los Virreyes esta noche, y hasta las nueve, las tres horas que faltan me van a parecer una eternidad. —Quédate a cenar conmigo, Grijalva. En verdad, que he debido pensar antes en que no habrás comido desde esta mañana; a menos que lo hicieras con Cortés en el campo. —No, a fe mía; pero no me hace falta. Ni podría tomar un bocado, según la inquietud que me acongoja. ¡Oh, mi buen Aguilar, soy un cobarde, y voy a sucumbir en esta prueba! Y el pobre joven, perdiendo toda la serenidad que a costa de grandes esfuerzos venia aparentando, dio expansión al dolor, y se arrojó convulso en los brazos de su afectuoso amigo.