Manuel de Jesús Galván - 15. Consuelo lyrics

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Manuel de Jesús Galván - 15. Consuelo lyrics

Llegó felizmente a la metrópoli colonial el Licenciado Las Casas, once días después de su partida de Jaragua. Su notable talento, la amenidad de su trato y la bondad de su carácter le habían captado todas las simpatías de los moradores, grandes y pequeños, de la naciente ciudad del Ozama; y así fue recibido con generales demostraciones de afecto y alegría al desembarcar en el puerto. Su alojamiento estuvo constantemente lleno de amigos que iban a oír de su boca noticias relativas al Gobernador Ovando y a los sucesos que había presenciado en Jaragua. Los pobres indígenas, empleados en los trabajos públicos, y los que mas sufrían la opresión de los colonos, acudían como atraídos instintivamente por aquel ser benéfico, que los trataba con amor y liberalidad, preludiando de ese modo los cien y cien actos heroicos que más tarde le granjearan el hermoso dictado de protector de los indios. Las impresiones que el Licenciado había traído de Jaragua se manifestaban enérgicamente en sus conversaciones, y la vehemencia de su lenguaje, alzándose contra las tiranías y crueldades de que había sido testigo, le atrajo desde entonces enemistades y animadversión de parte de todos aquellos que se habían acostumbrado a considerar el Nuevo Mundo como una presa, y a sus naturales como bestias domesticables y de explotación usual, ni más ni menos que el asno o el buey. Muchos de los colonos que fueron a visitarle salieron hondamente disgustados de la extremada libertad de sus invectivas, que herían de lleno sus intereses y contrariaban sus ideas favoritas. Las Casas decía altamente que no quería que los lobos lo tuvieran por amigo. Uno de sus primeros cuidados fue visitar y consolar a Higuemota, cuyo viaje desde Jaragua a la capital se había efectuado hacia más de dos meses, sin incidente digno de mención. Llegó la infeliz hija a su destino; supo el fin atroz y afrentoso de su madre, y pensó morir de dolor al ahogarse en su pecho la quimérica esperanza que había abrigado de volver a verla y vivir en su compañía. Recordemos el ingenioso recurso de aquel celebrado pintor griego, que no hallando el medio de expresar suficientemente los afectos de un padre que ve inmolar a su amada hija, lo presentó en su cuadro cubierto el rostro con un velo. De igual modo debemos renunciar al propósito de describir la situación en que quedó el ánimo de la pobre Higuemota, al saber que la infortunada reina de Jaragua había perecido en horca infame. Cuando Las Casas la yo, apenas podía conocerla; tal era la demacración de sus facciones, el trastorno y la descomposición de su antes tan bella y agraciada fisonomía. Ella se reanimó un tanto al percibir a Las Casas, y una fugaz sonrisa, más triste que las lágrimas, iluminó como un rayo crepuscular su abatido semblante. —Animo, señora —le dijo con voz conmovida Las Casas—. El mal que los hombres os hacen, Dios Nuestro Señor os lo recompensará un día. —La muerte sería el mejor bien para mí, señor Bartolomé, si no tuviera esta hija —contestó la doliente Doña Ana. —Por ella debéis vivir, señora, y sufrir con resignación vuestras desdichas. No perdáis, por la desesperación o la inconformidad, el rico galardón que vuestros sufrimientos os dan, el derecho de prometeros en un mundo mejor, y esperad tranquilamente a que el Todopoderoso quiera poner fin a tantas pruebas. Para la desamparada joven era un consuelo este lenguaje, y las respetuosas demostraciones de interés compasivo que le prodigaba Las Casas. Su corazón se desahogó en el llanto, y desde entonces recobró el valor necesario para tolerar la existencia, consagrándola exclusivamente al amor de su angélica Mencía. Ovando había dispuesto que se proveyese con amplitud a las necesidades materiales de Doña Ana; pero sus órdenes, dictadas a distancia, fueron obedecidas parsimoniosamente en esta parte, pues los oficiales encargados de cumplirlas, no estando al cabo de la solicitud especial que las inspiraba, tampoco creían empañada su responsabilidad en descuidar el cumplimiento de ellas; y por lo mismo, no había quien se ocupara en someter las operaciones del codicioso administrador Mojica a una eficaz intervención, provechosa a los intereses de la viuda de Guevara. Felizmente, Las Casas no era hombre que se conformara con ser espectador mudo de los daños causados por la iniquidad, sin aplicarse con todas sus fuerzas a procurar la reparación o el remedio. Vio a la bella india sumida en honda tristeza, indiferente a todo, y, si no privada de recursos y asistencia, careciendo de aquellas decorosas comodidades que requerían su rango y sus condiciones personales. El Licenciado, con su actividad y eficacia características, tomó a su cargo la protección de aquella desgraciada joven; instó, reclamó, proveyó a todo, y obtuvo que las autoridades, avergonzadas de su descuido y temiendo el enojo de Ovando, dedicaran su atención y su celo al bienestar de Doña Ana, colmándola de cuantos obsequios permitían los recursos de la colonia, al mismo tiempo que reducían a Mojica a la obligación perentoria de rendir cuentas de su administración.