Hacía calor, ese verano, y el sol pegaba como bestia de allá arriba. Ajuera'e la cantina los caballos huasquiaban, con la cola, p'a inventar una brisa. ¡Salú! de vez en cuando se escuchaba, ¡Salú! cantaba el eco de las copas. Los hombres, de la tierra, en dos palabras se entienden y se dicen muchas cosas. De repente hubo un revuelo en los caballos, alguien andaba remoliendo un poco, Cuando hay vino y coraje, no es extraño que alguno quiera sacarse algún antojo. Güena la yegua, joven el jinete, brillante la plata en los aperos, luminosos los ojos se parecen al color de la espuela, puro acero. Una carrera loca, por la calle, ¡mala hora le ha tocao al animal! dice alguno. Pero no hay de qué extrañarse, pues, otra gracia del hijo de don Juan. Una caracoleá, después el ocho, un espuelazo sangriento, y una mano que sujeta las riendas, y el asombro que se aprieta en los ojos y en los labios. Nadie dice palabra, todos mudos. El jinete, sorprendido, nada entiende. Seguramente el hombre, aquel, de ceño duro no sabe con quien trata y no comprende. ¡No me espuelee la yegua amigo! dijo el hombre, sin dejar de mirar los ojos grises, sin soltar la rienda que da al freno con mano poderosa y brazo firme. Ahora bájese y degüélvame el caballo, ya corrió, con él, como quería, ¿No? este animal ya tiene algunos años y no aguanta la fiesta que usté hacía. Las espuelas, amigo, uno las lleva p'a lucir un corralero en el rodeo, no p'a hundirle las costillas a una yegua que ni siquiera es suya, como veo. Ahora váyase tranquilo y no me mire con esa cara de no tomarme en cuenta, aún me debe el espuelazo y es posible que algún día regrese por la cuenta. Montó el hombre en la yegua y se perdieron al galope, camino de los montes, dejando, allí en la calle, un mundo nuevo en un muchacho que empezaba a hacerse hombre. ¡Salú! de vez en cuando se escuchaba, ¡Salú! cantaba el eco de las copas. Los hombres, de la tierra, en dos palabras se entienden y se dicen muchas cosas.