Hablado. Le bastaba abrir los brazos para tener la medida de la ternura y el lazo que une la muerte y la vida. A María. Heredó, de la mañana su condición de paloma, y volaba muy bajito para mirarse en su sombra. Celebraba el cumpleaños, de la luna, día a día, y se bebía la noche, y se bebía la vida. Y se bebía los tiempos y los vientos de los montes, y se bebía, de un trago, el silencio de los hombres. María, la mía, la viva. Si hubiera bebido vino, en lugar del horizonte, cuanto menos hubiera vivido, cuanto menos hubiera soñado. Cuanto menos la hubiera querido, cuanto menos la hubiera extrañado, a María, la mía, la viva. Canto. Era tanta la alegría y la vida de María que tenía un mundo propio porque en este no cabía. María, tenía. Tenía una casa verde, en medio de la poesía, poblada de mariposas, en lugar de la cocina. María, tenía. Ay, qué de cosas tenía, y yo que no lo sabía, María, la mía, la viva. Tenía quinientos años, de puro desprejuiciada, y una existencia sin puertas pero un montón de ventanas. María. Un día cerró los libros y abrió, contenta, la vida, nadie entendió su alegría y ella volvió a ser hormiga. María, hormiga. Ay, qué de cosas tenía, y yo que no lo sabía, María, la mía, la viva. Adónde irán las palomas, cuando se sienten muy viejas, o será que no envejecen y pasan a ser estrellas. Adónde irán las palomas, cuando ya no son hermosas, o al igual que las mujeres se esconden por vanidosas. Adónde irán las palomas, que nunca me dejan penas, o es que yo las continúo en todas las cosas buenas. Adónde ha ido María, que mi alma no la llora, o es que son la misma cosa el amor y las palomas.