Yo no bebo, compañero, muchas gracias. Y te pido que entiendas y no insistas. Sé que el vino, en mi tierra es regalo precioso y que tu intención, al ofrecérmelo, es la intención del hombre, generoso, que atiende, a sus visitas, cariñoso. Yo vengo, de pasada, con mis cantos, pero no bebo, ¡no! desde hace mucho. Y como un día bebí sé lo que hago, porque en el vino encontré y sigo encontrando. Amarguras hallé. Mucha tristeza. Pero no culpo al vino de matar la esperanza. Porque de haberme esclavizado, a sus aromas, aprendí que la vida nunca alcanza. Hay tanto que hacer, amigo mío, y no se puede hacer ahogado en vino. Yo no supe poner la rienda firme y se me desbocó el caballo, un mal día, en que embriagado, de todo, caí con gran dolor por el barranco. Me despeñé, con mis ansias y mis logros, y tuve que recuperar la vida, desde abajo. Y casi me morí. Y si no morí fue porque el mismo vino me enseñó
a cantar, esperanzado, algunos cantos. ¿Pueden, los hombres, enorgullecerse de maltratar a una mujer porque se está borracho? ¿Puede justificarse castigar a una madre, con estúpido olvido, porque se está borracho? No hay nada que compense los horrores vividos ni hay humana razón para el perdón. El crimen cometido, por culpa de unas copas, no es culpa de las copas, es del que las bebió. Por eso yo no bebo, desde hace muchos años. Porque mi crimen pena y no logro olvidarlo. A veces, en silencio, cuando se asoma el canto, vuelvo a sentirme vivo y digo, con espanto: ¡No volveré a beber! Miro mis manos. Las mismas que empuñaron, alguna vez, el látigo y pulso mi guitarra con intenciones dulces y arranco, de sus cuerdas, notas de piel y fango. Yo vengo de la muerte, compañero, y por eso no bebo, desde hace muchos años.