Mientras mi memoria se empañaba con estos recuerdos, una claridad rojiza se encendió de súbito. Era la fogata de insomne reflejo, colocada a pocos metros de los chinchorros para conjurar el acecho del tigre y otros riesgos nocturnos. Arrodillado ante ella como ante una divinidad, don Rafo la soplaba con su resuello.
Entre tanto continuaba el silencio en las melancólicas soledades, y en mi espíritu penetraba una sensación de infinito que fluía de las constelaciones cercanas.
Y otra vez volví a recordar. Con la hora desvanecida se había hundido irremediablemente la mitad de mi ser, y ya debía iniciar una nueva vida, distinta de la anterior, comprometiendo el resto de mi juventud y hasta la razón de mis ilusiones, porque cuando reflorecieran ya no habría quizás a quién ofrendarlas o dioses desconocidos ocuparían el altar a que se destinaron. Alicia pensaría lo mismo, y de esta suerte, a par que me servía de remordimiento, era el lenitivo de mi congoja, la compañera de mi pesar, porque ella iba también, como la semilla en el viento, sin saber a dónde y miedosa de la tierra que la esperaba.
Indudablemente, era de carácter apasionado: de su timidez triunfaba a ratos la decisión que imponen las cosas irreparables. Dolíase otras veces de no haberse tomado un veneno. Aunque no te ame como quieres, decía, ¿dejarás de ser para mí el hombre que me sacó de la inexperiencia para entregarme a la desgracia? ¿Cómo podré olvidar el papel que has desempeñado en mi vida? ¿Cómo podrás pagarme lo
que me debes? No será enamorando a las campesinas de las posadas ni haciéndome ansiar tu apoyo para abandonarme después. Pero si esto es lo que piensas, no te alejes de Bogotá, porque ya me conoces. ¡Tú responderás!
—¿Y sabes que soy ridículamente pobre?
—Demasiado me lo repitieron cuando me visitabas. El amparo que ahora te pido no es el de tu dinero, sino el de tu corazón.
—¿Por qué me imploras lo que me apresuré a ofrecerte de manera espontánea?
Por ti dejé todo, y me lancé a la aventura, cualesquiera que fuesen los resultados.
¿Pero tendrás valor de sufrir y confiar?
—¿No hice por ti todos los sacrificios?
—Pero le temes a Casanare.
—Le temo por ti.
—¡La adversidad es una sola, y nosotros seremos dos!
Tal fue el diálogo que sostuvimos en la casucha de Villavicencio la noche que esperábamos al jefe de la Gendarmería. Era éste un quídam
semicano y rechoncho, vestido de kaki, de bigotes ariscos y aguardentosa catadura.
—Salud, señor –le dije en tono despectivo cuando apoyo su sable en el umbral.
—¡Oh, poeta! Esta chica es digna hermana de las nueve musas. ¡No sea egoísta con los amigos!
Y me echó su tufo de anetol en la cara.
Frotándose contra el cuerpo de Alicia al acomodarse en el banco, resopló, asiéndola de las muñecas:
—¡Qué pimpollo! ¿Ya no te acuerdas de mí? ¡Soy Gámez y Roca, el general Gámez y Roca! Cuando eras pequeña solía sentarte en mis rodillas. Y probó a sentarla de nuevo.
Alicia, inmutada, estalló:
—¡Atrevido, atrevido! –y lo empujó lejos.
—¿Qué quiere usted? –gruñí cerrando las puertas. Y lo degradé con un salivazo.
—Poeta, ¿qué es esto? ¿Corresponde así a la hidalguía de quien no quiere echarlo a prisión? ¡Déjeme la muchacha, porque soy amigo de sus papás y en Casanare se le muere! Yo le guardaré la reserva. ¡El cuerpo del delito para mí, para mí! ¡Déjemela, para mí!
Antes que terminara, con esguince colérico le zafé a Alicia uno de sus zapatos y lanzando al hombre contra el tabique, lo acometí a golpes de tacón en el rostro y en la cabeza. El borracho, tartamudeante, se desplomó sobre los sacos de arroz que ocupaban el ángulo de la sala.
Allí roncaba media hora después, cuando Alicia, don Rafo y yo huimos en busca de las llanuras intérminas.