Setenta y siete años
Tenías, gran Amauta
La tarde en que mis pasos
Siguieron por tu senda
La joven arrogancia
Cerró, erguida
Las puertas a tu juicio
Mi mente a tus palabras
El tiempo, sin embargo
Maestro inquebrantable
Posó –ahora humilde—
Mi mano entre tus manos
Abrióse entonces
Ante mi vista
De luz y de destellos
Un mundo otrora oculto;
El reino del sonido
Fluyó ininterrumpida
Desde lo más profundo
La fuente incorruptible
La onda, el pulso, el timbre
La reverberación más pura
Enrique, sabio, dinos:
¿Qué ven tus ojos, vate?
¿Qué enciende tu intelecto?
¿Será la torre armónica?
¿O el rítmico camino?
¿El gran telar melódico?
¿El don contrapuntístico?
Tus labios se rehúsan
A develar misterios
Tus manos reticentes
A capturar silencios
Tu mente, sin embargo
Inspira aún legiones
Que heredan tu legado;
Que te honran, gran pionero
Iluminaste un siglo
Mil vidas transformaste
Tesoro incalculable
De una nación orgullo
Mas cuando yo te observo
No veo sino al hombre que
Que alimentó mis ansias
De delinear arpegios
De subyugar galante
Los seductores ecos
Los nientes susurrantes;
Y que avivó en mi seno
El fuego creativo;
Que cultivó en mi alma
Y cosechó radiante
La vibración eterna
Enrique, di, profeta:
¿Qué escuchan tus oídos?
¿Qué escuchan, Enrique