He cruzado la línea entre el hospital visible y el oculto. Mis padres se quedaron en la parte amable, aunque me acompañen. Arrastro una maletucha blanca con un estampado copiado a Louis Vuitton, pero me la quitan en un gesto de amabilidad. En ella he metido ropa, apuntes y enseres de aseo: Ni móvil ni portátil, tampoco cuchillas, espejos, cortaúñas o limas. Hemos esperado los tres durante media hora en una sala con una máquina de refrescos y un teléfono público desbaratado; ahora andamos detrás de un grupo de médicos en el que he reconocido al psiquiatra que me entrevistó, el doctor V. El sol aún calienta en noviembre y agradezco salir a un parque lleno de guijarros para que se me templen un poco los huesos, pero la alegría me dura poco. El pabellón de destino está a unos pocos pasos. Una hora oyendo nombres y felaciones entre profesionales. El equipo de enfermería elogia a los psicólogos, los psicólogos a la trabajadora social… Un bucle de relaciones humanas en el que me pierdo sin entender su significado. Cojo la mano a mi padre, que está muy rígido. Creo que se siente culpable por tener una hija paranormal, de las típicas que con 24 años siguen con la carrera y trabajan a saltos mientras hacen todo lo posible para que las metan en la cárcel. Supongo que es duro, pero me jode que se recree en su dolor más que en si yo estoy jodida o no. Como si yo estuviera agonizando de un tiro y se pusiera a llorar en vez de sacarme de mitad de la balacera. Se acaba la charla y noto una mirada de “ya verás como te vas a curar”. Yo sólo me fijo en que tengo que subir dos plantas, por unas escaleras blancas con una pared de ladrillo de cristal que no deja ver qué hay fuera. En un descansillo hay una corriente de aire frío, por un ladrillo roto que han retirado – no se permite nada cortante, claro – y aprieto el paso para evitar el chorro helado que me golpea, como último recuerdo del aire exterior. Llamo al telefonillo y me abre una señora joven; quizás de la edad de mi madre. Trato de sonreír mientras recorro un pasillo muy largo; no recordaba ese aire de “Resplandor” que tiene ahora con los fluorescentes lanzando puñaladas verdosas al suelo marrón, desgastado. Azulejos blancos a media altura, Pintura vieja en la otra mitad. Radiadores mal pintados, con miles de capas de esmalte; muchísimas puertas que son primero consultas de médicos y después dormitorios. Al fondo, un ascensor para uso del personal. Mi habitación es la última, la 204. Es grande, con el mismo aire deprimente que el pasillo. Dos camas metálicas a cada lado, una mesilla, media lámpara y un armario por cama. Dos ventanas con rejas hexagonales. Todo blanco, azul y madera. Muy viejo y muy frío. La auxiliar me dice su nombre, pero no lo retengo. Mis padres comentan lo bien que está todo y lo agradable que va a ser estar allí. No paran de recordarme que es “una gran oportunidad”; me molesta el tono alegre, no creo que entiendan ni por un segundo la angustia que tengo. Sólo piensan que va a ser un sitio de doma y corrección de comportamiento. Ven todo bien, todo es bueno y bonito. Lo primero que compruebo es si las camas llevan las asas metálicas para introducir las correas con las que suelen inmovilizar. Efectivamente, las tienen y eso me bordea en las lágrimas aunque sigo sonriendo y parloteando, dándoles la razón a mis padres sobre lo estupendo que es todo. Tengo que sacar el contenido de la maleta y lo ordeno con mi precisión rutinaria sobre la cama. Primero me revisan la maleta y luego cada prenda. Todo bien, pero sé que hay tres errores en la inspección; dos espejos en cajas de maquillaje y el secador. Lo de los espejos lo preveía, pero que me pasen por alto el secador es un pequeño triunfo sobre la rigidez. Es un sentimiento ambivalente, siempre estoy poniendo a prueba a la autoridad y ser consciente de que me alegro porque estoy tarada y es precisamente por ello que me ingresan es… Circular. Decido callarme; total, no pienso ahorcarme con un cable tan poco resistente.
He vuelto a las seis de la tarde al hospital, después de tener un permiso de un par de horas para hacer una gestión con mi abuelo. Y me ha tocado cruzar la línea de lo invisible sola, corriendo como un caballo desbocado hacia las luces verdes pálidas de la entrada para que el pensamiento de abandonar no se hiciera acción. Y he dormido entre sábanas heladas y rígidas, como mi cuerpo.