Por todas partes, en el feraz y accidentado suelo de la isla de Haití o Santo Domingo, se encuentran vestigios de la importancia que tuvo para los conquistadores europeos, y del grado de riqueza y opulencia que alcanzaron sus primitivos colonizadores. Ruinas grandiosas y solemnes sorprenden con frecuencia al viajero, en mitad de los bosques nuevamente seculares, denunciando en sus vastas y sólidas arcadas el antiguo y olvidado acueducto, o en sus destrozados peristilos y altas paredes la suntuosa residencia del noble caballero que quería hacer reflejar en las soledades del Nuevo Mundo el esplendor de su linaje; o bien el regalado albergue del famoso Capitán Conquistador que, ya cansado de correr peligrosas aventuras y de pasar trabajos hercúleos en Tierra Firme, se retiraba a la clásica isla Española en busca de reposo, y a gozar pacíficamente de las riquezas a tan dura costa, y a veces a costa de grandes crímenes, acumuladas. El gusto de los edificios y moradas suntuosas estuvo, pues, muy generalizado en la Española; y el historiador Oviedo pudo decir con verdad a Carlos V “que Su Majestad imperial solía alojarse muchas veces en palacios no tan holgados y decentes como algunas casas de Santo Domingo”. Los grandes propietarios de los campos se conformaban con vivir menos decorosamente que sus iguales de las poblaciones más calificadas, y se hacían construir mansiones hermosas y sólidas a la vez; de lo cual da testimonio elocuente, a despecho de los ultrajes del tiempo, y como muestra de otras muchas ruinas, lo que aún está en pie de las que fueron ricas haciendas de Engombe, San Miguel de Puerto Rico y la Isabela; esta última fundada por la virreina Doña María de Toledo. La casa que habitaba Don Francisco de Valenzuela era de las mejores en comodidad y buen gusto, entre las de la indicada categoría, que los acaudalados colonos de la Maguana se habían hecho edificar en las cercanías de San Juan. Erguíase majestuosamente sobre una pequeña colina, dominando todo el hermoso y risueño paisaje que la rodeaba. Su aspecto exterior ofrecía la apariencia de casa fuerte y mansión pacífica, a la vez, con su ancho pórtico y fachada compuesta de dos hileras de a cuatro arcos superpuestos, y sus dos alas de torreones cuadrados; éstos con pequeñas ventanas ojivales y chapitel de estilo gótico, y aquella ornada de un sencillo friso de orden dórico. El conjunto era agradable, y a pesar de la notoria falta de unidad, el edificio, construido de piedra calcárea de color amarillo claro, se destacaba armónicamente sobre el verde césped de la colina, cuya suave pendiente expiraba en la vasta planicie, sembrada a trechos de matas o grupos de árboles a manera de gigantescos ramilletes, que daban abrigo y sombra a las numerosas manadas de reses, y a los rebaños menores por el valle esparcidos; ya cuando las nubes se deshacían en abundante lluvia, o cuando los rayos del sol estival en el meridiano caldeaban rigorosamente la atmósfera. De pie en el arco central que formaba el peristilo de la casa, estaban por una hermosa tarde, ya entrado el otoño, Don Francisco de Valenzuela y el joven cacique Enriquillo, mirando atentamente las evoluciones que un hábil jinete hacía recorriendo la llanura en varios sentidos, montado en una ágil yegua, blanca como la espuma del mar, y cuyas crines ondulaban sobre el gracioso y móvil cuello como las flexibles y altas yerbas de la sabana a impulsos de la brisa. El gallardo caballero acabó sus atrevidos ejercicios arrancando a escape tendido hasta hallarse ante el pórtico donde estaban los dos espectadores, y echando pie a tierra oyó con aire satisfecho los cumplidos de Enriquillo y del anciano, a quien dijo: —Esta yegua es efectivamente una gran pieza y yo daría por ella gustoso mi caballo tordo y dos pares de bueyes a Enriquillo. —Siendo mía, podéis desde luego llamarla vuestra, Don Andrés –respondió el cacique con afable cordialidad–. No habléis de cambio, ni otro género de interés. El joven Andrés de Valenzuela, al escuchar el franco lenguaje de Enrique, pasó cariñosamente la mano por el enarcado cuello de la bestia, como quien toma posesión de ella; pero el buen anciano, observando su ademán, dijo con alguna acritud: —Uno y otro estáis muy olvidados de vuestro deber, muchachos. ¿Puedes tú disponer de esa yegua, Enriquillo, siendo regalo que te ha hecho mi noble amigo el padre Las Casas…? ¿Puedes tú, Andrés de mis pecados, despojar de su alhaja a Enrique, abusando de su liberalidad… ? —Padre mío –repuso el joven Valenzuela en tono brusco–; yo le propuse que me la vendiera; nunca entendí quitársela. —Todo es uno, muchacho; y no debes pensar más en eso concluyó Don Francisco–. Quiero que Enrique conserve esa yegua para sí y su esposa, cuando se case; exclusivamente,
como debe ser. —Yo pensaba, señor –dijo modestamente Enriquillo–, que no hacía mal en ofrecer esa bestia a Don Andrés. ¿No me habéis dicho que lo trate como a un hermano? —Sí, muchacho –dijo el viejo suavizando la voz–; pero este caso pide excepción. Esta yegua es el regalo de boda que te hace tu protector, ¿cómo vas a ponerla a disposición de nadie? Toma; lee por ti mismo la carta del padre Bartolomé. Y sacando del bolsillo de su tabardo un pliego lo puso en manos de Enrique, el cual leyó en alta voz lo siguiente: “Muy querido amigo y mi señor Don Francisco: el portador Camacho os entregará con esta carta una yegua que he comprado ayer, después de haberla visto probar por el regidor Reynoso, que vino conmigo desde Azua, y la cual destino a mi hijo en Cristo, Enrique, cacique del Bahoruco, en calidad de regalo de boda. No he querido confiar su conducción a otro que a mi viejo Camacho, quien podrá de este modo ver su pueblo y sus parientes, como lo desea. Si él quiere y vos queréis, podéis quedaros también con él, mientras yo hago mi viajera a España, adonde me lleva el servicio de Dios, de la humanidad y del Rey”. En este punto, Enrique suspendió la lectura, besó respetuosamente la carta, y la alargó a Valenzuela; pero éste rehusándola, le dijo: —Continúa, hijo, continúa. Todavía hay cosas que te atañen más de lo que piensas. El cacique prosiguió leyendo la carta que decía así: “Como supe en la Yaguana que el pío fray Pedro de Córdoba debía irse de aquí a predicar y convertir la gente de Tierra Firme, hube por fuerza de dejar allá a los compañeros, por haber adolecido uno de ellos y faltar las cabalgaduras, y me puse en marcha con toda celeridad por el camino de Careybana, como más directo, acompañado únicamente de mi fiel Camacho, y en cuatro días y medio, sin detenernos en Azua ni en ninguna parte, llegamos a esta ciudad de Santo Domingo, donde todo lo he hallado en trastorno y confusión a causa del último repartimiento de Alburquerque. “Con toda esta diligencia que puse, ya fray Pedro se había embarcado, y sólo he debido la dicha de verle a que un fuerte huracán hizo volver su nave al puerto, donde logró entrar de milagro, cuando ya lo juzgábamos perdido con todos sus compañeros, y su comunidad expuso el Santísimo sacramento con rogativas públicas porque se salvasen.96 Gracias sean dadas al Señor. “El egregio fray Pedro, aunque por durarle todavía las impresiones de su reciente viaje a España desconfía que yo obtenga en la corte nada de provecho para los tristes indios, elogia mucho mi celo y ardimiento, por los fuertes sermones que aquí he predicado; y su mucho amor a mí ha crecido tanto que no se cree haber amado más a ninguno de sus frailes. Ha designado para que me acompañe en mi viaje a España al buen fray Antonio de Montesino, el que primero predicó aquí contra estas diabólicas tiranías, como bien sabéis. “No os puedo encarecer cuánta ha sido mi pena por no haber podido pasar por la Maguana, dejando de veros y estrecharos en mis brazos como era mi deseo. Espero en el Señor que otro día será. Mientras tanto creo que ya urge llevar a cabo el matrimonio de nuestro Enriquillo. Si vierais a la prometida cuán linda está, y cuán modesta y bien educada, os pasmaríais. Yo bien quisiera con toda mi alma asistir a sus bodas, pero me he consagrado a una causa que, como todo lo grande y santo, pide larga copia de sacrificios, y no me pesa de este pesar. “Ya supe desde la Vera Paz y luego aquí, que os habíais dado buena mañana para que Alburquerque, influido por las sugestiones del perverso Mojica, no os arrebatara a Enriquillo en su repartimiento, ni la suerte de este nuestro querido cacique sufriera alteración. ¿Creeréis que se atrevieron a pretender que el nombre de Mencía figurara en la relación del repartimiento, como encomendada a la Virreina? Pero esta dignísima señora puso al infame Alburquerque en el lugar que le correspondía; él quiso disculparse, y echó al agua a su vil instigador Mojica, a quien faltó poco para que el Adelantado lo hiciera rodar por las escaleras de la casa, cuando aquel bribón tuvo la desvergüenza de ir a despedirse de él. “La señora Virreina me contó esto: piensa como yo que es cosa urgente concluir el matrimonio, no sea que surjan nuevos inconvenientes. Vos veréis lo que mejor os parezca, y obraréis por mí en el asunto, durante mi ausencia; que en último caso, a mi regreso de España lo arreglaremos todo, si antes no puede ser. En cinco o seis días me embarcaré. “Con esto me despido, y os deseo salud. De Santo Domingo a 15 de septiembre de 1515. “Vuestro fiel amigo y capellán, Bartolomé de Las Casas, clérigo”.