Después... No hemos de inventar, por el único interés de dar colorido novelesco a nuestra narración, peripecias que, alejándose de la verdad de los hechos, compliquen la sencilla trama de los amores del joven Almirante. La historia dice que su pretensión no halló obstáculos, y hemos de respetar la historia, aunque palidezca nuestro verídico relato, antes que recargar la acción principal y real de nuestros personajes con incidentes fabulosos y de grande efecto dramático, que sólo darían por resultado irritar nuestra pobre imaginación, y cansar la paciencia del benévolo lector. Creemos, sí, indispensable poner a prueba esa paciencia, consagrando algunas líneas más al prosaico y monótono asunto de las fáciles bodas de Don Diego Colón. Han transcurrido los tres días señalados por el Comendador mayor Don Fernando de Toledo, para dar su contestación definitiva a la demanda del enamorado joven. En el mismo salón de artesonado techo y resplandeciente de lujo donde hemos visto a los dos hermanos benévolamente recibidos por el ilustre magnate, se hallan reunidos los principales deudos, parientes y amigos de la casa de Toledo. El astro cardinal de aquella deslumbrante constelación es Don Fadrique, el jefe de la familia, el ilustre y poderoso duque de Alba, primo y valido del Rey Fernando, que le debía gratitud por recientes y muy importantes pruebas de acrisolada lealtad. Allí está también la duquesa su bella esposa, joven aún, cubierta de rico brocado y brillante pedrería. La acompaña un vistoso enjambre de gallardísimas y elegantes damas, prez y ornamento de la corte de Castilla; mas entre todas aquellas beldades atrae las miradas, y fascina con los celestiales y puros resplandores de su incomparable hermosura, la hija de la casa, la encantadora María de Toledo. Acaba de cerrar la noche; pero sus tinieblas están vencidas y humilladas. En los salones y amplios corredores del gótico palacio del Comendador, numerosos blandones centellean en bruñidos candelabros, y la luz que proyectan puede competir victoriosamente con la del día. Fuera, en los jardines, poblados de magnificas estatuas, y en la calle, reina la fascinadora claridad de la luna, que se destaca limpia y serena en un cielo azul, tachonado de millones de fúlgidas estrellas. La primavera, coronada de rosas, adulada por el céfiro, que en su honor llena el ambiente con los perfumes robados a las flores, ostenta risueña sus más preciados atavíos. Diego y Fernando Colón se presentan debidamente anunciados, y conducidos por Don García, hijo del duque de Alba, y otros dos apuestos jóvenes de la familia, que han ido a recibirles hasta la puerta principal del salón. Un murmullo general reina por algunos instantes a la vista de los dos simpáticos hermanos, y todos los semblantes se animan con una expresión de agrado sumamente lisonjera para los recién llegados. Don Fernando de Toledo, después de las ceremonias del recibimiento y presentación de los Colones al duque y a los demás convidados; después de un breve rato de cumplidos galanteos tributados por Don Diego y su hermano a la duquesa y a las damas, toma la palabra, y elevando la voz en medio del silencio general, dice al duque de Alba: —Hermano mío: yo os ruego que, como cabeza de nuestra casa, os dignéis declarar nuestro acuerdo al señor Don Diego Colón, y a los demás señores y ricas hembras aquí presentes. Don Fadrique se puso inmediatamente en pie, asintiendo a la invitación de su hermano; saludó con una inclinación de cabeza a Don Diego y a la concurrencia; sentóse en seguida, y habló en estos términos: —Señor Don Diego Colón: sometida vuestra demanda matrimonial a consulta mía y de la familia, por mi muy amado hermano Don Fernando, aquí presente, la consideramos detenidamente, y concluimos por calificarla de digna y aceptable. No era nuestro ánimo, sin embargo, violentar en lo más mínimo la voluntad de mí amada sobrina Doña María, cumplimos con el deber de explorarla, incitándola a manifestar sus disposiciones respecto a vuestra persona, con absoluta libertad e independencia. Obtuvimos su declaración, que os fue enteramente favorable... En seguida acudimos a impetrar la venia de nuestro muy reverenciado primo y Soberano, como era nuestro deber y nos es grato deciros que el regio consentimiento ha sido acordado graciosamente por su Alteza. Podéis, por tanto, considerar como vuestra prometida a Doña María de Toledo.
“Vais, pues, señor Don Diego Colón, a ingresar en nuestra familia; a ligar vuestra sangre con la sangre casi real de la casa de Toledo. No tenemos por desigual este enlace, y más bien lo creemos por todos títulos digno y honroso; pero sois joven; vuestra carrera personal va a principiar ahora; hasta el día sólo habéis tenido ocasión de manifestar vuestro carácter noble y pundonoroso. Por nuestra parte, nunca dimos cabida a la necia presunción de que las proezas de nuestros antepasados, el heredado lustre de nuestro linaje, habían de bastar a nuestra gloria y nuestro orgullo como grandes de Castilla; antes al contrario, creímos que aquellas ventajas fortuitas, hijas del acaso, ajenas de nuestros esfuerzos y de nuestra elección, sólo debían servirnos de acicate para no ser, en servicio de la Patria y de la Fe, menos que nuestros ilustres ascendientes; y estas manos, como las de mi hermano el Comendador mayor, han sabido ganar a lanzadas, contra infieles y franceses; y este pecho ha podido obtener a fuerza de valor y fidelidad, timbres y preseas que han renovado y mantenido refulgente el brillo de los blasones de nuestra casa. “Sois hijo del gran Cristóbal Colón, y sabéis, por consiguiente, a lo que estáis obligado. Esperamos de vos que seáis siempre, por la virtud y el esfuerzo, digno de vuestro glorioso padre; y que el cielo os haga tan feliz como todos los presentes deseamos." Si el discurso del noble duque pareciere al discreto lector un tanto ampuloso y difuso, tenga la bondad de recordar que en aquel tiempo, las reminiscencias de la Edad Media, que apenas acababa de pasar, se confundían con los primeros destellos de la civilización moderna; que el incomparable Miguel de Cervantes no había nacido todavía; ni, por lo mismo, estaba en la mente de ningún hombre el engendro feliz de aquel ingenio inmortal, que había de echar por tierra las sublimes fantasías caballerescas, a una con las abigarradas y enfáticas formas literarias que servían de marco a tan heroicos desvaríos y románticas locuras. El Comendador confirmó con un signo de asentimiento lo dicho por su hermano Don Fadrique: el Almirante dio las gracias a ambos en sencillas frases y acento conmovido, y recibió las entusiastas felicitaciones de los circunstantes. Poco después se adelantó el Comendador con paso mesurado y majestuoso; tomó de la mano a Don Diego y lo condujo donde estaba su prometida, toda ruborizada y temblorosa. Algunas discretas frases de Don Diego la tranquilizaron gradualmente; al cabo de media hora los dos afortunados novios se contemplaban con éxtasis, se confiaban en voz baja sus castos deseos y deslumbradoras esperanzas; los demás concurrentes hacían como que no veían la encantadora escena, y planteaban en animados grupos conversaciones distintas. Hubo sarao, profusión de delicadas golosinas, y reinó la alegría hasta la medianoche, hora en que terminó la fiesta de los esponsales, señalándose el plazo de veinte días para la conclusión y celebración del matrimonio. Estos veinte días fueron sin duda los más felices de la vida de Don Diego, que tenía franquicia absoluta para visitar a su prometida, y los aprovechaba pasándose las horas, para él brevísimas, en familiar conversación con su adorada María, en casa de los duques. Llego en esta época a su apogeo la fortuna de los Colones, a quienes la Corte entera tributaba aplauso y homenaje, habiéndose fundido la frialdad glacial del Rey al calor de la protección que hallaban en el duque los intereses de Don Diego. Desde entonces el soberano prodigó favor y agasajo a los hijos del gran Colón, y se complació en ser justo al fin. Tal es por lo común la justicia de los Reyes.