Este gran retroceso en sus legítimas esperanzas exasperó al joven, que en muchos días no se presentó en la corte. Fernando, en cuanto notó su ausencia, se informó de él con vivo interés, porque a pesar de las sugestiones de su política egoísta no podía menos de profesarle afectuosa estimación, por sus distinguidas cualidades. Un paje fue de orden del mismo Rey a preguntar por Don Diego a su alojamiento, y volvió con la contestación de que se hallaba en cama con calentura. A esta nueva, el Monarca expresó altamente su sentimiento y cuidado: tal vez la conciencia le remordía como culpable, por su injusticia, de la enfermedad del mancebo. Ante el interés que por éste manifestaba el Rey, los cortesanos, que en todo tiempo y en todas partes se parecen, empezaron a porfía a dar muestras de gran cuidado por la salud del joven Almirante. La inquietud y la emoción llegaron a su colmo cuando el Soberano, dirigiéndose a Don Fernando de Toledo, Comendador mayor de León y hermano del duque de Alba, le dijo estas palabras: —Primo mío, ved de mi parte a Diego Colón, decidle cuánto siento su enfermedad, y cuán de veras le estimo. El Comendador se inclinó respetuosamente, y se dispuso a cumplir el real encargo, a tiempo que el monarca volvió a llamarle, y le dijo en secreto algunas palabras. Cuando llegó a la casa de Don Diego, el regio emisario fue recibido por Fernando Colón, que quiso excusar a su hermano de la visita diciendo que había dormido muy mal la noche anterior, y que en la actualidad descansaba; pero el Comendador insistió en ver al enfermo, afirmando que creía llevarle el alivio con su visita. Conducido al aposento de Don Diego, le hallaron efectivamente en su lecho; pero al tomarle la mano el Comendador observó que no tenía alteración su calor natural, ni ofrecía ningún otro síntoma de enfermedad que un tinte de sombría tristeza esparcido en el semblante. — ¿Qué tenéis, Don Diego? —le preguntó en tono amistoso-; ¿Cuál es vuestro mal? —Mi mal, señor, está en el corazón, que ya sangra y desfallece ante la injusticia del Rey. —No habléis en tales términos de vuestro señor y el mío, —dijo el de Toledo frunciendo ligeramente el entrecejo—. Creed más bien que tendrá sus razones graves, ligadas con el bien del Estado, al no acceder a vuestros deseos. —Es, señor —repuso Don Diego—, que no puedo conformarme con que la razón de Estado ahogue mis legítimos derechos; ni veo qué males pueden sobrevenir, al Rey ni al Estado, de que se me haga justicia, siendo como soy un fiel vasallo. —Pues bien, Don Diego, no dejéis de serlo con vuestra impaciencia; ved que perderéis mucho con ello. El Rey, mi primo y señor, os quiere y estima, y en prueba de esta verdad, aquí me tenéis que vengo de orden suya a aseguraros su aprecio y cariño. —Mucho agradezco a su Alteza y os agradezco a vos el cuidado, ilustre Comendador. —Hay más todavía, señor Don Diego —continuó Don Fernando de Toledo-; traigo encargo del Rey de deciros que enteramente convencido de vuestra fidelidad, os propone el título de duque, con una cuantiosa renta sobre los beneficios de la corona, con tal que cedáis a ésta vuestros derechos y títulos heredados de Don Cristóbal, vuestro ilustre padre, que son incompatibles con las prerrogativas reales. A estas palabras se incorporó Diego Colón, miró fijamente al comisario regio, y le dijo con voz sonora y ademán altivo: —Dignaos decir al Rey, que yo, su fiel súbdito, consentiré gustoso en que me despoje de todo haber, de toda dignidad y preeminencia, y en servirle como el último de sus soldados o como su más humilde vasallo, más bien que sacrificar voluntariamente, por pacto de vil interés, ninguno de los dictados que con testimonio de su gloria me legó mi inmortal progenitor.
Don Fernando de Toledo, profundamente conmovido, tendió la diestra al generoso mancebo, diciéndole: —Tenéis razón, Don Diego; mucha razón. Adiós. Tan pronto como el enviado del Rey le dejó solo, Diego Colón se levantó con vivacidad febril, se vistió y dispuso salir de paseo a caballo con su hermano Don Fernando. Este le objetaba la inconveniencia de presentarse en público cuando había hecho anunciar en palacio que estaba enfermo, y a esa circunstancia había debido la visita del noble Comendador, en nombre del Rey; pero el joven Almirante acalló los reparos de su buen hermano diciéndole que él no sabía fingir; que había dicho la verdad a Don Fernando de Toledo, y que su partido estaba tomado ya, conformándose con su suerte; y por consiguiente, que la tristeza y el abatimiento lo habían abandonado, como sucede siempre que el hombre acepta con ánimo resignado los reveses de la fortuna. Era Fernando Colón, por la superioridad de su talento, así como la nobleza y generosidad de sus sentimientos y su educación filosófica, muy capaz de apreciar esta resolución varonil de Don Diego, y así, no hizo más que aplaudiría, y confirmarle en ella con elocuentes reflexiones. Departiendo de esta manera los dos nobles hermanos, su paseo fue ameno y se prolongó hasta muy avanzada la tarde. Al regreso, ambos jinetes lleno el ánimo de ideas plácidas y el semblante iluminado con los reflejos de su pura conciencia, conversaban todavía animadamente, mientras que sus dóciles corceles marchaban airosos al paso regular y contenido, como cuidando de no interrumpir aquella agradable y discreta conversación. Iban así, atentos, el uno al otro, por la vasta alameda que conducía a la puerta principal de Valladolid, cuando se cruzaron con varios escuderos que precedían a una joven dama, acompañada de tres o cuatro señores, todos a caballo. Los Colones saludaron cortésmente al pasar junto a' la brillante comitiva, uno de cuyos jinetes, el Comendador mayor Don Fernando de Toledo, detuvo su caballo al contestar el saludo de los hermanos, y dijo: —Parad todos, señores: ¿cómo así, Don Diego, tan lozano y arrogante, cuando suponía que estabais aún con vuestra calentura? Recogieron los dos hermanos las bridas de sus caballos, y Don Diego contestó a la interpelación del Comendador: —Señor; vuestra visita me hizo tanto bien, que mató como por encanto la melancolía que me atormentaba, y me sentí bueno en el acto. — ¿Sabéis, Don Diego, que el Rey está muy enojado con vos? Le he dicho palabra por palabra vuestra respuesta. Pero ¿qué hago? ¿Cómo os impido acercaros a saludar esta amazona, que no me perdonará tamaña descortesía? Y el buen caballero invitaba con el gesto a sus interlocutores a acercarse a la joven y bella dama, que había detenido su caballo a algunos pasos de distancia. Llegáronse a ella los tres, y mientras los hermanos dirigían sus cumplidos a la dama, el Comendador dijo a ésta: —María, mi amada hija, felicita al Almirante Don Diego por su dignidad y entereza. Hoy ha dado gran prueba de si. El Rey mismo se ha quedado maravillado, y en vez de enojarse, Don Diego, desea volveros a ver, y espera que al fin quedaréis satisfecho de él. Dichas estas palabras, Don Fernando saludó afectuosamente a los dos hermanos, y la joven al despedirse les dirigió una sonrisa candorosa, que expresaba de un modo inequívoco la más franca simpatía. Alejáronse el uno del otro los dos grupos, narrando al pormenor el Comendador a su hija la escena de por la mañana en casa de Don Diego; mientras que éste repetía dos y tres veces, como hablando consigo mismo: — ¡Qué hermosura tan espléndida! Fernando Colón movió la cabeza maliciosamente, y guardó silencio respetando la preocupación de su hermano.