Higuemota lanzó una exclamación de espanto al presentársele el indio. No estaba exenta de esa superstición, tan universal como el sentimiento religioso, que atribuye a las almas que ya no pertenecen a este mundo la facultad de tomar las formas corpóreas con que existieron, para visitar a los vivos. Creyó, pues, que su primo Guaroa, a quien suponía muerto con los demás caciques el día de la prisión de Anacaona, venía de la mansión de los espíritus; y su primer impulso fue huir. Dio algunos pasos, trémula de pavor, en dirección de su casa; pero el instinto maternal se sobrepuso a su miedo, y volviendo el rostro en demanda de su hija, la vio absorta en los brillantes colores de una mariposa que para ella había cazado el niño Guarocuya; mientras que éste, en actitud de medrosa curiosidad, se acercaba al aparecido, que se había adelantado hasta la salida del bosque, y dirigía al niño la palabra con benévola sonrisa. Este espectáculo tranquilizó a la tímida joven: observó atentamente al indio, y después de breves instantes, vencido enteramente su terror, prevaleció el antiguo afecto que profesaba a Guaroa; y admitiendo la posibilidad de que estuviera vivo, se acercó a él sin recelo, le tendió la mano con afable ademán, y le dijo: —Guaroa, yo te creía muerto, y había llorado por ti. —No, Higuemota –repuso el indio–, me hirieron aquí en la frente; caí sin saber de mí l principiar la pelea, y cuando recobré el sentido me hallé rodeado de muertos; entre ellos reconocí a mi padre, a pocos pasos de distancia, y a mi hermano Magicatex, que descansaba su cabeza en mis rodillas. —Era ya de noche; nadie vigilaba, y salí de allí arrastrándome como una culebra. Me fui a la montaña, y oculto en casa de un pariente, curé mi herida. Después, mi primer cuidado fue mandar gente de mi confianza a saber de ti, de mi tía Anacaona; de todos los míos. Tamayo, que huyó pocos días después, me encontró y me dio razón de todo. He venido porque si tú sufres, si te maltratan, si temes algo, quiero llevarte conmigo a las montañas, a un lugar seguro, que tengo ya escogido como refugio contra la crueldad de los blancos, para todos los de mi raza. —Espero, pues, tu determinación. Dos compañeros me aguardan cerca de aquí. —Buen primo Guaroa –dijo Higuemota–, yo te agradezco mucho tu cariñoso cuidado; y doy gracias al cielo de verte sano y salvo. Es un consuelo para mis pesadumbres; éstas son grandes, inmensas, primo mío; pero no se pueden remediar con mi fuga a los montes. Yo sólo padezco males del corazón; en todo lo demás, estoy bien tratada, y me respetan como a la viuda de Guevara; título que me impone el deber de resignarme a vivir, por el bien de mi hija Mencía, que llevará el apellido de su padre, y que tiene parientes españoles que la quieren mucho. —Yo creo que no te perseguirán, pero debes ocultarte siempre, hasta que yo te avise que ha pasado todo peligro para ti. Guaroa frunció el entrecejo al escuchar las últimas palabras de su prima. —¿Piensas –le dijo–, que yo he venido a buscar la piedad o el perdón de esos malvados? —¡No, ni ahora, ni nunca! Tú podrás vivir con ellos; dejaste de ser india desde que te bautizaste y te diste a Don Hernando, que era tan bueno como sólo he conocido a otros dos blancos. Don Diego y Don Bartolomé, que siempre trataban bien al pobre indio. ¡Los demás son malos, malos! Querían que nos bautizáramos por fuerza, y sólo estos dijeron que no debía ser así; y quisieron que nos enseñaran letras y doctrina cristiana. Y ahora que todos estábamos dispuestos a ser cristianos, y creíamos que las fiestas iban a terminar con esa ceremonia, nos asesinan como a hutías; nos matan con sus lanzas y sus espadas a los unos, mientras que a los demás los asan vivos… No creo en nuestros cemíes, que no han tenido poder para defendernos; pero tampoco puedo creer… —No hablemos más de eso, Guaroa –interrumpió la joven–: me hace mucho daño. Tienes razón; huye a los montes; pero déjame a mí cumplir mi deber y mi destino. Así me lo ha dicho otro español muy bueno, que también se llama Don Bartolomé. Soy cristiana, y sé que no debo aborrecer ni aun a los que más mal nos hacen.
—Yo no lo soy, Higuemota –dijo con pesar Guaroa–; y no por culpa mía; pero tampoco sé aborrecer a nadie; ni comprendo cómo los que se llaman cristianos son tan malos con los de mi raza, cuando Dios es tan manso y tan bueno. Huyo de la muerte, y huyo de la esclavitud, peor que la muerte. Quédate aquí en paz, pero dame a mi sobrino Guarocuya, para que se críe libre y feliz en las montañas. Para él no hay excusa posible: no es todavía cristiano; es un pobre niño sin parientes ni protectores blancos, y mañana su suerte podrá ser tan desgraciada entre esta gente, que más le valiera morir desde ahora. ¿Qué me respondes? Higuemota, que había bajado la cabeza al oír la última proposición de Guaroa, miró a éste fijamente. Su rostro estaba inundado en llanto, y con acento angustiado y vehemente le dijo: —¡Llevarte a Guarocuya! ¡Imposible! Es el compañero de juegos de mi Mencía, y el ser que más amo después de mi madre y la hija de mis entrañas. ¿Qué sería de ésta y de mí si él no estuviera con nosotras? —Sea él quien decida su suerte –dijo Guaroa con solemne entonación–. Ni tú ni yo debemos resolver este punto. El Gran Padre de allá arriba hablará por boca de este niño. Y tomando a Guarocuya por la mano, lo colocó entre sí y la llorosa Doña Ana, y le interrogó en los términos siguientes: —Dinos, Guarocuya, ¿te quieres quedar aquí, o irte conmigo a las montañas? El niño miró a Guaroa y a Doña Ana alternativamente; después dirigió la vista a Mencía, que continuaba entretenida con las flores silvestres a corta distancia del grupo, y dijo con decisión: —¡No me quiero ir de aquí! Guaroa hizo un movimiento de despecho, mientras que su prima se sonreía al través de sus lágrimas, como suele brillar el iris en medio de la lluvia. Reinó el silencio durante un breve espacio, y el contrariado indio, que a falta de argumentos volvía la vista a todas partes como buscando una idea en auxilio de su mal parada causa, se volvió bruscamente al niño, y señalando con la diestra extendida a un hombre andrajoso, casi desnudo que cruzaba la pradera contigua con un enorme haz de leña en los hombros, y encorvado bajo su peso–, dijo con ímpetu, casi con rabia: —Dime, Guarocuya, ¿quieres ser libre y señor en la montaña, tener vasallos que te obedezcan y te sirvan; o quieres cuando seas hombre cargar leña y agua en las espaldas como aquel vil naboria que va allí? Pasó como una nube lívida por la faz del niño; volvió a mirar profundamente a Mencía y a Higuemota, y dirigiéndose con entereza a Guaroa: —¡Quiero ser libre! –exclamó. —Eres mi sangre –dijo el jefe indio con orgullo–. ¿Tienes algo que decir, Higuemota? Esta no contestó. Parecía sumida en una reflexión intensa, y sus miradas seguían tenazmente al pobre indio de la leña, que tan a punto vino a servir de argumento victorioso a Guaroa. Luego, como quien despierta de un sueño, puso vivamente ambas manos en la cabeza de Guarocuya, imprimió en su frente un prolongado y tiernísimo beso, y con rostro sereno y convulsivo ademán lo entregó a Guaroa diciéndole estas palabras: —Llévatelo: más vale así. El niño se escapó como una flecha de manos de Guaroa, y corriendo hacia Mencía la estrechó entre sus bracitos, y cubrió su rostro de besos. Después, enjugando sus ojos llorosos, volvió con paso firme adonde su tío, y dijo como Higuemota: —Más vale así. Guaroa se despidió tomando la mano de su prima y llevándosela al pecho con respetuoso acatamiento. No sabemos si por distracción o por otra causa, ninguna demostración cariñosa le ocurrió dirigir a la niña Mencía; y guiando de la diestra a su sobrino, se internó en la intrincada selva. A pocos pasos se perdió de vista entre los añosos y corpulentos árboles, en cuya espesura le aguardaban sus dos compañeros, indios, como él, jóvenes y robustos.