Nos va ocupando
una incipiente indiferencia que levanta
su voz
en silencio precoz,
avisando
que el fantasma del tiempo no vive en
la edad
sino en la soledad,
esa prisión
donde envejece el corazón.
Y así es lo mismo
la noche y el día,
la cumbre, el abismo,
la melancolía
y el llanto de amor,
ese espejo de Dios
que se empañó, mirándonos los dos.
Siento que el alma,
desvaneciendo en nuestros cuerpos,
lejos de resistir
se dispone a morir
en la calma.
Y esa muerte que nadie podrá detener
no dejará de ser un paso más,
ese otro que quedó detrás.
La cobardía
que nos esposa el uno al otro
provocando el temor
de afrontar el error,
que nos guía,
es la herida que deja el sentido común
ese residuo aún
de insensatez,
que nos conduce a la vejez.