—Aquí está el café –dijo don Rafo, parándose delante del mosquitero–. Despabílense, niños, que estamos en Casanare. Alicia nos saludó con tono cordial y ánimo limpio: —¿Ya quiere salir el sol? —Tarda todavía: el carrito de estrellas apenas va llegando a la loma –y nos señaló don Rafo la cordillera diciendo—: Despidámonos de ella, porque no la volveremos a ver. Sólo quedan llanos, llanos y llanos. Mientras apurábamos el café, nos llegaba el vaho de la madrugada, un olor a “pajonal” fresco, a surco removido, a leños recién cortados, se insinuaban leves susurros en los abanicos de los “moriches”. A veces, bajo la transparencia estelar, cabeceaba alguna palmera humillándose hacia el oriente. Un regocijo inesperado nos henchía las venas, a tiempo que nuestros espíritus, dilatados como la pampa, ascendían agradecidos de la vida y de la creación. —Es encantador Casanare –repetía Alicia–. No se por qué milagro, al pisar la llanura, aminoró la zozobra que me inspiraba. —Es que –dijo don Rafo– esta tierra lo alienta a uno para gozarla y para sufrirla. Aquí hasta el moribundo ansía besar el suelo en que va a pudrirse. Es el desierto, pero nadie se siente solo: son nuestros hermanos el sol, el viento y la tempestad. Ni se les teme ni se les maldice. Al decir esto, me preguntó don Rafo si era tan buen jinete como mi padre, y tan valeroso en los peligros. —Lo que se hereda no se hurta –respondí jactancioso, en tanto que Alicia, con el rostro iluminando por el fulgor de la hoguera, sonreía confiada. Don Rafo era mayor de sesenta años y había sido compañero de mi padre en alguna campaña. Todavía conservaba ese aspecto de dignidad que denuncia a ciertas personas venidas a menos. La barba canosa, los ojos tranquilos, la calva luciente, convenían a su estatura mediana, contagiosa de simpatía y de benevolencia. Cuando oyo mi nombre en Villavicencio y supo que sería detenido, fue a buscarme con la buena nueva de que Gámez y Roca le había jurado interesarse por mí. Desde nuestra llegada hizo compras para nosotros, atendiendo los encargos de Alicia. Ofreciéndonos ser nuestro baquiano de ida y de regreso, y que a su vuelta de Arauca llegaría a buscamos al hato de un cliente suyo, donde permaneceríamos alojados unos meses. Casualmente hallábase en Villavicencio, de salida para Casanare. Después de su ruina, viudo y pobre, les cogió apego a los Llanos, y con dinero de su yerno los recorría anualmente, como ganadero y mercader ambulante al por menor. Nunca había comprado más de cincuenta reses y entonces arreaba unos caballejos hacia las fundaciones del bajo Meta y dos mulas cargadas de baratijas.
—¿Se reafirma usted en la confianza de que estamos ya libres de las pesquisas del General? —Sin duda alguna. —Qué susto me dio ese can*lla –comentó Alicia–. Piensen ustedes que yo temblaba como azogue. ¡Y aparecerse a la medianoche! ¡Y decir que me conocía! Pero se llevó su merecido. Don Rafo tributó a mi osadía un aplauso feliz: ¡era yo el hombre para Casanare! Mientras hablaba, iba desmaneando las bestias y poniéndoles los cabezales. Ayudábale yo en la faena y pronto estuvimos listos para seguir la marcha. Alicia, que nos alumbraba con una linterna, suplicó que esperásemos la salida del sol. —¿Conque el mentado Pipa es un zorro llanero? –pregunté a don Rafo. —El más astuto de los salteadores: varias veces prófugo, tras curar sus fiebres en los presidios, vuelve con mayores arrestos a ejercer la piratería. Ha sido capitán de indios salvajes, sabe idiomas de varias tribus y es boga y vaquero. —Y tan disimulado, y tan hipócrita y tan servil –apuntaba Alicia. —Tuvieron ustedes la fortuna de que les robara una sola bestia. Por aquí andará... Alicia me miraba nerviosa, pero calmó sus preocupaciones con las anécdotas de don Rafo. Y la aurora surgió ante nosotros: sin que advirtiéramos el momento preciso, empezó a flotar sobre los pajonales un vapor sonrosado que ondulaba en la atmósfera como ligera muselina. Las estrellas se adormecieron, y en la lontananza de ópalo, al nivel de la tierra, apareció un celaje de incendio, una pincelada violenta, un coágulo de rubí. Bajo la gloria del alba hendieron el aire los pitos chillones, las garzas morosas como copos flotantes, los loros esmeraldinos de tembloroso vuelo, las guacamayas multicolores. Y de todas partes, del pajonal y del espacio, del “estero” y de la palmera, nacía un hálito jubiloso que era vida, era acento, claridad y palpitación. Mientras tanto, en el arrebol que abría su palio inconmensurable dardeó el primer destello solar, y, lentamente, el astro, inmenso como una cúpula, ante el asombro del toro y la fiera, rodó por las llanuras, enrojeciéndose antes de ascender al azul. Alicia, abrazándome llorosa y enloquecida, repetía esta plegaria: ¡Dios mío, Dios mío! ¡El sol, el sol! Luego nosotros, prosiguiendo la marcha, nos hundimos en la inmensidad.