El peón que envié a Bogotá a caza de noticias, me las trajo inquietantes. El escándalo ardía, avivado por las murmuraciones de mis malquerientes; comentábase nuestra fuga y los periódicos usufructuaban el enredo. La carta del amigo a quien me dirigí pidiéndole su intervención tenía este remate: «¡Los prenderán! No te queda más refugio que Casanare. ¿Quién podría imaginar que un hombre como tú busque el desierto?» Esa misma tarde me advirtió Alicia que pasábamos por huéspedes sospechosos. La dueña de casa le había preguntado si éramos hermanos, esposos legítimos o meros amigos, y la instó con zalemas a que le mostrara algunas de las monedas que hacíamos, caso de que las fabricáramos «en lo que no había nada de malo, dada la tirantez de la situación». Al siguiente día partimos antes del amanecer. —¿No crees, Alicia, que vamos huyendo de un fantasma cuyo poder se lo atribuimos nosotros mismos? ¿No sería mejor regresar? —¡Tanto me hablas de eso, que estoy convencida de que te canso! ¿Para qué me trajiste? ¡Porque la idea partió de ti! ¡Vete, déjame! ¡Ni tú ni Casanare merecen la pena! Y de nuevo se echó a llorar. El pensamiento de que la infeliz se creyera desamparada me movió a tristeza, porque ya me había revelado el origen de su fracaso. Querían casarla con un viejo terrateniente en los días que me conoció. Ella se había enamorado, cuando impúber, de un primo suyo, paliducho y enclenque, con quien estaba en secreto comprometida; luego aparecí yo, y alarmado el vejete por el riesgo de que le birlara la prenda, multiplicó las cuantiosas dádivas y estrechó el asedio, ayudado por la parentela entusiástica. Entonces Alicia, buscando la liberación, se lanzó a mis brazos. Mas no había pasado el peligro: el viejo, a pesar de todo, quería casarse con ella. —Déjame –repitió, arrojándose del caballo–. ¡De ti no quiero nada! ¡Me voy a pie, a buscar por estos caminos un alma caritativa! ¡Infame, nada quiero de ti! Yo que he vivido lo suficiente para saber que no es cuerdo replicarle a una mujer airada, permanecí mudo, agresivamente mudo, en tanto que ella, sentada en el césped, con mano convulsa arrancaba puñados de yerba. —Alicia, esto me prueba que no me has querido nunca. —¡Nunca! Y volvió los ojos a otra parte. Quejóse luego del descaro con que la engañaba: —¿Crees que no advertí tus persecuciones a la muchacha de allá abajo? ¡Y tanto disimulo para seducirla! Y alegarme que la demora obedecía a quebrantos de mi salud. Si esto es ahora, ¿qué no será después? ¡Déjame! ¡A Casanare, jamás, y contigo, ni al cielo! Este reproche contra mi infidelidad me ruborizó. No sabía qué decir. Hubiera deseado abrazar a Alicia, agradeciéndole sus celos con un abrazo de despedida. Si quería que la abandonara, ¿tenía yo la culpa? Y cuando me desmontaba a improvisar una explicación, vimos descender por la pendiente un hombre que galopaba en dirección a nosotros. Alicia, conturbada, se agarró de mi brazo. El sujeto, apeándose a corta distancia, avanzó con el hongo en la mano.
—Caballero, permítame una palabra. —¿Yo? –repuse con voz enérgica. —Sí, sumercé –y terciándose la ruana me alargo un papel enrollado–. Es que lo manda notificar mi padrino. —¿Quién es su padrino? —Mi padrino el Alcalde. —Esto no es para mí –dije, devolviendo el papel, sin haberlo leído. —¿No son, pues, susmercedes los que estuvieron en el trapiche? —Absolutamente. Voy de Intendente a Villavicencio y esta señora es mi esposa. Al escuchar tales afirmaciones, permaneció indeciso. —Yo creí –balbuceó– que eran susmercedes los acuñadores de monedas. De la ramada estuvieron mandando razón al pueblo para que la autoridad los apañara, pero mi padrino estaba en su hacienda, pues sólo abre la Alcaldía los días de mercado. Recibió también varios telegramas, y como ahora soy Comisario único... Sin dar tiempo a más aclaraciones, le ordené que acercara el caballo de la señora. Alicia, para ocultar la palidez, velose el rostro con la gasa del sombrero. El importuno nos veía partir sin pronunciar palabra. Mas, de repente, montó en su yegua, y acomodándose en la enjalma que le servía de montura, nos flanqueó sonriendo: —Sumercé, firme la notificación para que mi padrino vea que cumplí. Firme como Intendente. —¿Tiene usted una pluma? —No, pero adelante la conseguimos. Es que, de lo contrario, el Alcalde me archiva. —¿Cómo así? –respondíle sin detenerme. —Ojalá sumercé me ayude, si es cierto que va de empleado. Tengo el inconveniente de que me achacan el robo de una novilla y me trajeron preso, pero mi padrino me dio el pueblo por cárcel; y luego, a falta de Comisario, me hizo el honor a mí. Yo me llamo Pepe Morillo Nieto, y por mal nombre me dicen Pipa. El cuatrero, locuaz, caminaba a mi diestra relatando sus padecimientos. Pidióme la maleta de la ropa y la atravesó en la enjalma, sobre sus muslos, cuidando de que no se cayera. —No tengo –dijo– con qué comprar una ruana decente, y la situación me ha reducido a vivir descalzo. Aquí donde susmercedes me ven, este sombrero tiene más de dos años, y lo saqué de Casanare. Alicia, al oír esto, volvió hacia el hombre los ojos asustadizos. —¿Ha vivido usted en Casanare? –le preguntó. —Sí, sumercé, y conozco el Llano y las caucherías del Amazonas. Mucho tigre y mucha culebra he matado con la ayuda de Dios. A la sazón encontrábamos arrieros que conducían sus recuas. El Pipa les suplicaba: —Háganme bien y me prestan un lápiz para una firmita. —No cargamos eso. —Cuidado con hablarme de Casanare en presencia de la señora –le dije en voz baja–. Siga usted conmigo, y en la primera oportunidad me da a solas los informes que puedan ser útiles al Intendente. El dichoso Pepe habló cuanto pudo, derrochando hipérboles. Pernoctó con nosotros en las cercanías de Villavicencio, convertido en paje de Alicia, a quien distraía con su verba. Y esa noche se picureó, robándose mi caballo ensillado.