Los vieron irse corriendo
como dos niños traviesos,
caminito de la playa
empujados por el viento.
Ella agitaba la falda
como una paloma en celo
y él se reía, olvidado
de fatigas y desvelos.
""¡Qué vergüenza!...¡qué vergüenza!"",
clamaron los fariseos.
""¡Qué vergüenza!... ¡qué vergüenza!
la buena gente del pueblo.
Hay que llamarlos al orden
para que guarden sosiego.
Encerrarlos si es preciso,
para que sirva de ejemplo"".
Pero ellos sólo escuchaban
la voz de los sentimientos
y entre caricia y caricia
el amor hacia su juego.
El sostenía el timón
de la barca de los sueños
y ella tendida en la arena,
era doncella de nuevo.
""¡Qué vergüenza!... ¡qué vergüenza!...
¡qué vergüenza, santo cielo!...
¡qué vergüenza!... ¡qué vergüenza!"",
todos juntos repitieron.
""Hay que salvar como sea
la moral de nuestro tiempo.
Esos dos están llamando
a las puertas del infierno"".
Regresaron sin apuro,
de la mano y en silencio;
veinte años en el alma
y muchos más en el cuerpo.
Al llegar los sometieron
a la prueba del espejo
para que no se olvidaran
que tan solo eran dos viejos.
""¡Qué vergüenza!... ¡qué vergüenza!...
¡Lo que han hecho los abuelos!...
¡Qué vergüenza!... ¡qué vergüenza!...
¡Qué descaro!... ¡No hay derecho!..."",
en corrillo comentaban
los eternos fariseos,
las comadres y beatas:
la buena gente del pueblo.